Notas del libro Amor, poesia y sabiduria de Edgard Morin
Los amantes de René Magritte
Se puede ver el origen del amor en la vida animal. Hay,
pues, una fuente animal incontestable en el amor. Pensemos en esas parejas de
pájaros que se llaman «inseparables», que pasan su tiempo besuqueándose de
manera casi obsesiva. ¿Cómo no ver ahí el cumplimiento de una de las
potencialidades de esta relación tan intensa, tan simbiótica, entre dos seres
de sexo diferente, que no pueden impedir el darse sin cesar encantadores
besitos?
Pero, en los mamíferos, hay algo más: el calor. Se
les llama animales que «sangre caliente». Hay algo térmico en el pelo, y sobre
todo en esa relación fundamental: el niño, el recién nacido mamífero sale
prematuramente a un mundo frío.
Nace en la separación, pero, en los primeros
tiempos, vive en cálida unión con la madre. La unión en la separación, la
separación en la unión, no ya entre madre y progenitura, sino entre hombre y
mujer, es lo que va a caracterizar el amor. Y la relación afectiva, intensa,
infantil con la madre va a metamorfosearse, prolongarse, extenderse entre los
primates y los humanos.
La hominización ha conservado y desarrollado en el
adulto humano la intensidad de la afectividad infantil y juvenil. Los mamíferos
pueden expresar esta afectividad en la mirada, la boca, la lengua, el sonido.
Todo lo que viene de la boca es ya algo que habla de amor antes de todo
lenguaje: la madre que lame a su hijo, el perro que lame la mano; esto expresa
ya lo que va a aparecer y expandirse en el mundo humano: el beso.
¿Qué nos aporta la hominización y qué marca
biológicamente al homo sapiens?
Ante todo, es la permanencia de la atracción sexual
en la mujer y en el hombre. Mientras que en los primates aún existen períodos
no sexuados, separados por el período de celo, ese momento en que la hembra se
vuelve atractiva, en la humanidad se da una permanente atracción sexual.
Además, la humanidad efectúa el cara a cara amoroso, mientras que, entre los
otros primates, el apareamiento se hace por detrás.
El último elemento que aporta la hominización es la
intensidad del coito, y no sólo en el hombre sino también en la mujer.
En fin, en homo sapiens, desde las
sociedades arcaicas, van a llegar los últimos y decisivos ingredientes
necesarios para el amor entre dos seres: son los estados segundos de
exaltación, fascinación, posesión, éxtasis, que suscitan la absorción de drogas
o bebidas fermentadas, la participación en fiestas, ceremonias, ritos sagrados.
Son al mismo tiempo las veneraciones y adoraciones de personajes mitológicos
divinizados.
El amor va a aparecer y ser tratado como tal, en
una civilización donde el individuo se autonomiza y se expande. Todo lo que
viene de lo sagrado, el culto, la adoración puede entonces proyectarse sobre un
individuo de carne, que va a ser el objeto de la fijación amorosa. El amor
adquiere figura en el encuentro de lo sagrado y lo profano, de lo mitológico y
lo sexual. Cada vez más será posible tener la experiencia mística, extática, la
experiencia del culto, de lo divino, a través de la relación de amor con otro
individuo.
En el momento en que llega el deseo, los seres
sexuados se ven sometidos a una doble posesión que viene de mucho más lejos que
ellos y que los sobrepasa. El ciclo de reproducción genética, que nos invade
por el sexo, es a la vez algo que nos posee súbitamente y que nosotros
poseemos: el deseo. Es la primera posesión.
La otra posesión es la que nace de lo sagrado, lo
divino, lo religioso. La posesión física que viene de la vida sexual se
encuentra con la posesión psíquica que viene de la vida mitológica. Ahí está el
problema del amor: estamos doblemente poseídos y poseemos aquello que nos
posee, considerándolo física y míticamente como un bien propio.
La cuestión de la salvajez del deseo y de la
fascinación del amor se plantea con respecto al orden social. Las sociedades
animales no tienen instituciones pero obedecen a reglas. Por ejemplo: los
machos dominantes acaparan la mayor parte de las hembras y los demás machos
quedan excluidos de la copulación. Todo esto depende de reglas jerárquicas,
pero no hay ninguna regla institucional. La humanidad crea las instituciones,
instituye la exogamia, las reglas de parentesco, prescribe el matrimonio,
prohíbe el adulterio. Pero es preciso señalar cómo el deseo y el amor
sobrepasan, transgreden normas, reglas y prohibiciones: o bien el amor es
demasiado endógamo, y llega a ser incestuoso, o bien es demasiado exógamo, y
llega a ser ya adulterino, ya traidor al grupo, al clan, a la patria. La
salvajez del amor lo lleva ya sea a la clandestinidad, ya a la transgresión.
Aunque dependiente de una expansión cultural y
social, el amor no obedece al orden social: desde que aparece, ignora esas
barreras, se estrella contra ellas, o las rompe. Es un «hijo bohemio».
Por lo demás, lo que es interesante en la
civilización occidental, es la separación, que a veces es una disyunción, entre
el amor vivido como mito y el amor vivido como deseo.
Necesitamos percibir esta bipolaridad: por un lado,
el amor espiritual exaltado que tiene miedo precisamente a degradarse en el
contacto carnal y, por otro lado, una «bestialidad» que podrá hallar su propia
sacralidad en esa parte maldita asumida por la prostituta. La bipolaridad del
amor, si bien puede desgarrar al individuo entre amor sublime y deseo infame,
puede hallarse también en diálogo, en comunicación: hay momentos felices en los
que la plenitud del cuerpo y la plenitud del alma se encuentran.
Y el verdadero amor se reconoce en que sobrevive al
coito, mientras que el deseo sin amor se disuelve en la famosa tristeza
poscoital: Homo tristis post coitum. Quien es sujeto del amor es felix
post coitum.
¿Qué es vivir?
Heráclito decía: «Morir de vida, vivir de muerte».
Nuestras moléculas se degradan y mueren, y son reemplazadas por otras. Vivimos
utilizando el proceso de nuestra descomposición para rejuvenecernos, hasta el
momento en que ya no podemos más. Le ocurre lo mismo al amor, que no vive más
que renaciendo sin cesar.
Lo sublime se da siempre en el estado naciente del
enamoramiento. Francesco Alberoni lo explicó bien en su libro Enamoramiento
y amor. El amor es la regeneración permanente del amor naciente. Todo lo que
se instituye en la sociedad, todo lo que se instala en la vida comienza a
soportar fuerzas de desintegración o de insipidez.
Se puede preguntar si el prolongado apego de la
pareja, que la consolida, que la arraiga, que crea un afecto profundo, no
tiende a destruir de hecho lo que había aportado el amor en estado naciente.
Pero el amor es como la vida, paradójico; puede haber amores que duren, de la
misma manera que dura la vida. Vivimos de muerte, morimos de vida. El amor debería,
potencialmente, poder regenerarse, operar en sí mismo una dialógica entre la
prosa que se esparce en la vida cotidiana, y la poesía que le da savia a la
vida cotidiana.
¿Cómo considerar el complejo de amor? La categoría
de lo sagrado, lo religioso, lo mítico y el misterio ha entrado en el amor
individual y allí ha arraigado en lo más hondo. Existe una razón fría,
racionalista, crítica, nacida del siglo de las Luces, que engendra el
escepticismo como ante toda religión. De hecho, la fría razón tiende no sólo a
disolver el amor, sino también a considerarlo como ilusión y locura. Por el
contrario, en la concepción romántica, el amor se convierte en la verdad del
ser. ¿Hay una razón amorosa como hay una razón dialéctica, que supera las
limitaciones de la razón helada?
Entonces, ¿qué es el amor?
Es el culmen de la unión entre la locura y la
sabiduría. ¿Cómo desenredar esto? Es evidente que es el problema que afrontamos
en nuestra vida y que no hay ninguna clave que permita encontrar una solución
exterior o superior. El amor conlleva precisamente esa contradicción
fundamental, esa copresencia de la locura y la sabiduría.
El amor plantea a su modo el problema de la apuesta
de Pascal, quien había comprendido que no hay ningún medio de probar
lógicamente la existencia de Dios. No podemos probar empíricamente y
lógicamente la necesidad del amor. No podemos más que apostar por y para el
amor. Adoptar con nuestro mito de amor la actitud de la apuesta es ser capaces
de entregarnos a él, dialogando con él de manera crítica. El amor forma parte
de la poesía de la vida. Debemos, pues, vivir esta poesía, que no puede abarcar
toda la vida porque, si todo fuera poesía, no sería más que prosa. Lo mismo que
hace falta sufrir para saber lo que es la felicidad, es necesaria la prosa para
que haya poesía.
El amor es un riesgo terrible, porque en él no es
sólo uno mismo quien se compromete. Comprometemos a la persona amada,
comprometemos también a quienes nos aman sin que los amemos, y quienes la aman
sin que ella los ame.
Pero, como decía Platón sobre la inmortalidad del
alma, es correr un bello riesgo. El amor es un mito bellísimo. Es evidente que
está condenado a la errancia y a la incertidumbre: «¿Me va bien a mí? ¿Le va
bien a ella? ¿Nos va bien?»
¿Tenemos respuesta absoluta a esta pregunta? El
amor puede ir de la fulminación a la deriva. Posee en sí el sentimiento de
verdad, pero el sentimiento de verdad está en el origen de nuestros más graves
errores. ¡Cuántos desdichados y desdichadas se ilusionaron con la «mujer de su
vida» o el «hombre de su vida»!
Por eso el amor es acaso nuestra religión más
verdadera y a la vez nuestra más verdadera enfermedad mental. Oscilamos entre
esos dos polos, tan real uno como otro. Pero, en esta oscilación, lo
extraordinario es que nuestra verdad personal nos la revela y aporta el otro.
Al mismo tiempo, el amor nos hace descubrir la verdad del otro.
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